dijous, 3 d’agost del 2017

JUAN GIRALDO GONZÁLEZ, eDUCADOR SOCIAL

Romper a leer


Mi primer recuerdo relacionado con la lectura tiene lugar, como casi todos mis primeros recuerdos, en Sahagún. Tendría cinco o seis años y estaba en ese momento mágico en el que pasas del ejercicio mecánico de silabear a la lectura comprensiva, a través de la cual se te amplia el mundo de manera vertiginosa y descubres un canal de información inagotable y permanente. 
Debía ser la primavera o verano de los primeros años sesenta, acabábamos de cenar y quise exhibir ante mis padres los progresos en la lectura. Cogí el prospecto de un medicamento y me lancé a descifrar las indicaciones del mismo, hasta que tropecé con una palabra desconocida que acompañaba a las mujeres: embarazadas. Tuve que leerlo despacio, silabeando. 
-Qué quiere decir em-ba-ra-za-das?
La sonrisa de mis padres se congeló, Lorenzo y Pili se miraron y tragaron saliva para responder a la primera pregunta incómoda de su retoño y, de paso, echar por tierra la infantil creencia que la llegada al mundo era cosa de cigüeñas. Creo que aquel día me di cuenta que la lectura produce desazón y genera conflictos interiores que nos hacen crecer. 
Muchas y muy variadas son las motivaciones para la lectura. Hay un clic en cada uno que se activa por diferentes razones en diferentes momentos de la vida, nunca es tarde para ensanchar la mente y zambullirse en mundos reales o imaginarios que pasarán a formar parte de uno mismo. Me vienen a la memoria dos historias en las que fui testigo privilegiado del despertar a la lectura de dos personas, una en cada extremo de la escala social.
Eduardo era un niño con un retraso escolar importante, con ocho años conocía la mecánica de la lectura pero no le interesaba lo que leía, hasta que rompió a leer con la alucinante vida de las anguilas descrita en las páginas de “Prosa del Observatorio” de Julio Cortázar. Vivía con pasión la carrera corriente arriba de las diminutas angulas hasta llegar a las fuentes de los ríos, y se le aguaban los ojos cuando, ya convertidas en anguilas adultas, desmineralizadas y sin fuerzas, se dejaban arrastrar corriente abajo hasta las redes de los pescadores que esperaban en los estuarios. Hoy Eduardo es guionista en televisión. 
Alejandro era un joven toxicómano de un barrio marginal que con veinte años aprendió a leer para dejar de ser objeto de burlas por parte de sus colegas. En el centro de actividades al que asistía diariamente estaba incorporada la lectura de la prensa durante el desayuno. Cada uno tenía su sección favorita y Alejandro tenía debilidad por los contactos eróticos, pero al no saber leer tenía que buscar la colaboración de un compañero ilustrado. En muchas ocasiones el lector se inventaba demandas femeninas de relación con un joven de edad y características físicas idénticas a las de Alejandro. A éste se le iluminaba la cara y exclamaba: 
- ¡Esta cae!
Lo que desencadenaba un coro de carcajadas que sonrojaban al inocente Alex. Podríamos decir que aprendió a leer por vergüenza, pero también ganó en su autoestima y tuvo un efecto yo diría terapéutico. Hace un año aquel joven, hoy en plena madurez, intervino en una reunión con la alcaldesa de Barcelona como dirigente vecinal, exponiendo con claridad los principales problemas de los vecinos de su barrio. En ambos casos estoy seguro que la lectura ha tenido algo que ver en su transformación y crecimiento personal.

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